El tiempo
de Cuaresma es tiempo propicio para afinar los acordes disonantes de
nuestra vida cristiana.
La Iglesia en su maternal
sabiduría nos propone prestarle especial atención a todo aquello que
pueda enfriar y oxidar nuestro corazón creyente.
Las
tentaciones a las que estamos expuestos son múltiples.
Desconfianza, apatía y
resignación: esos demonios que cauterizan y paralizan el alma del pueblo
creyente.
La
Cuaresma es tiempo rico para desenmascarar éstas y otras tentaciones y
dejar que nuestro corazón vuelva a latir al palpitar del Corazón de
Jesús. Toda esta liturgia está impregnada con ese sentir y podríamos
decir que se hace eco en tres palabras que se nos ofrecen para volver a
«recalentar el corazón creyente»:
Detente, mira y vuelve.
Detente
un poco de esa agitación, y de correr sin sentido, que llena el alma con
la amargura de sentir que nunca se llega a ningún lado. Detente de ese
mandamiento de vivir acelerado que dispersa, divide y termina
destruyendo el tiempo de la familia, el tiempo de la amistad, el tiempo
de los hijos, el tiempo de los abuelos, el tiempo de la gratuidad... el
tiempo de Dios.
Detente
un poco delante de la necesidad de aparecer y ser visto por todos, de
estar continuamente en «cartelera», que hace olvidar el valor de la
intimidad y el recogimiento.
Detente un poco ante la mirada altanera, el comentario fugaz y despreciante que
nace del olvido de la ternura, de la piedad y la reverencia para
encontrar a los otros, especialmente a quienes son vulnerables, heridos e
incluso inmersos en el pecado y el error.
Detente un poco ante la compulsión de querer controlar todo, saberlo todo, devastar todo; que nace del olvido de la gratitud frente al don de la vida y a tanto bien recibido.
Detente un poco ante el ruido ensordecedor que atrofia y aturde nuestros oídos y nos hace olvidar del poder fecundo y creador del silencio.
Detente un poco ante la actitud de fomentar sentimientos estériles,
infecundos, que brotan del encierro y la auto-compasión y llevan al
olvido de ir al encuentro de los otros para compartir las cargas y
sufrimientos.
Detente ante la vacuidad de lo instantáneo, momentáneo y fugaz que nos priva de las raíces, de los lazos, del valor de los procesos y de sabernos siempre en camino.
¡Detente para mirar y contemplar!
Mira los signos que impiden apagar la caridad,
que mantienen viva la llama de la fe y la esperanza. Rostros vivos de
la ternura y la bondad operante de Dios en medio nuestro.
Mira el rostro de nuestras familias
que siguen apostando día a día, con mucho esfuerzo para sacar la vida
adelante y, entre tantas premuras y penurias, no dejan todos los
intentos de hacer de sus hogares una escuela de amor.
Mira el rostro interpelante de nuestros niños y jóvenes
cargados de futuro y esperanza, cargados de mañana y posibilidad, que
exigen dedicación y protección. Brotes vivientes del amor y de la vida
que siempre se abren paso en medio de nuestros cálculos mezquinos y
egoístas.
Mira el rostro surcado por el paso del tiempo de nuestros ancianos; rostros portadores de la memoria viva de nuestros pueblos. Rostros de la sabiduría operante de Dios.
Mira el rostro de nuestros enfermos y
de tantos que se hacen cargo de ellos; rostros que en su vulnerabilidad
y en el servicio nos recuerdan que el valor de cada persona no puede
ser jamás reducido a una cuestión de cálculo o de utilidad.
Mira el rostro arrepentido de tantos que intentan revertir sus errores y equivocaciones y, desde sus miserias y dolores, luchan por transformar las situaciones y salir adelante.
Mira y contempla el rostro del Amor crucificado,
que hoy desde la cruz sigue siendo portador de esperanza; mano tendida
para aquellos que se sienten crucificados, que experimentan en su vida
el peso de sus fracasos, desengaños y desilusión.
Mira y contempla el rostro concreto de Cristo crucificado por amor a todos y sin exclusión.
Vuelve a la casa de tu Padre.
¡Vuelve!, sin miedo, a los brazos anhelantes y expectantes de tu Padre rico en misericordia (cf. Ef 2,4) que te espera.
¡Vuelve!,
sin miedo, este es el tiempo oportuno para volver a casa; a la casa del
Padre mío y Padre vuestro (cf. Jn 20,17). Este es el tiempo para
dejarse tocar el corazón... Permanecer en el camino del mal es sólo
fuente de ilusión y de tristeza. La verdadera vida es algo bien distinto
y nuestro corazón bien lo sabe. Dios no se cansa ni se cansará de
tender la mano (cf. Bula Misericordiae vultus, 19).
¡Vuelve!, sin miedo, a participar de la fiesta de los perdonados.
¡Vuelve!,
sin miedo, a experimentar la ternura sanadora y reconciliadora de Dios.
Deja que el Señor sane las heridas del pecado y cumpla la profecía
hecha a nuestros padres: «Les daré un corazón nuevo y pondré en ustedes
un espíritu nuevo: les arrancaré de su cuerpo el corazón de piedra y les
daré un corazón de carne» (Ez 36,26).
¡Detente, mira y vuelve!